miércoles, 15 de octubre de 2008

EXILIO


En el instante que precedió al disparo, ella dudó. Lo noté en sus ojos marrones que, acompasados, enfilaron hacia la izquierda, hacia un vacío capaz de alojar a un gigante taciturno, tan vasto como el miedo que consumía mi carne trémula. Yo sólo alcancé a contener la respiración, y en el eterno transcurrir de ese momento, me cobijé en el deseo de fundirme con el silencio que lo abrasaba todo. Quería escapar impune, como un halo fugaz en la oscuridad; pero no llegó a extinguirse un nuevo segundo antes que su mirada encontrara la mía y sus palabras inmolaran los colores de mi bandera, mi propuesta, mi penúltima deuda y, de alguna forma, los primeros veinte años de mi vida.
Sólo me quedó marcharme bajo el techo de un amanecer sin estrellas, aferrado a su silueta aprisionada en el retrovisor: ella caminaba alegre, como quien se regodea en la convicción de hacer lo correcto, de asirse a un paradigma y convertirlo en vida.
La recuerdo con la exactitud que le robé al decenio que nos separaba, y que, sin quererlo, también nos unía, como en las mañanas en que despertaba rodeado de las sonrisas azules que escapaban de mis sueños recurrentes, o cuando la oscuridad de una noche sin luna me permitía besar las bocas que mi mente recreaba idénticas a su boca: calida y sutil, como un beso prescrito en el tiempo de dos almas cercanas pero ausentes.
Ahora, cuando termino de aceptarme como un habitante anónimo de la isla en que convertí mi vida, me ha dado por preguntarme ¿Por qué recuerdo su nombre y no el mío? ¿Qué sentido tiene un exilio si aún en el fin del mundo la encuentro en el verde y en el azul, en el cielo rojizo de la tarde, en el olor a hierba mojada que trae la lluvia y hasta en los pasillos del supermercado? Quizás era temprano cuando decidió quedarse. Quizás en realidad yo había llegado tarde.


Tomás García Calderón