miércoles, 3 de septiembre de 2008

El Tigre

Ningún miedo conocido
podía representar
lo que me poseía en aquel momento
y sin embargo, me acerqué al tigre
como el que se acerca a la puerta de un templo


En una noche de insomnio y lluvia maté al tigre.
Tenía derecho. Yo lo creé.

Lo hice de costumbres, temores, precauciones
y lo puse a la puerta de mi templo
para que nadie la traspasara.

Se paseaba de un lado a otro,
cabal en su papel de guardián.
Al final, ni siquiera yo
podía acercarme a la puerta.

Esa noche insomne veía las pupilas del tigre
brillar en la oscuridad.
Algo presentía el tigre, se revolvía inquieto,
invocaba extraños conjuros de tiempos pasados.

Tomé la hoja en blanco
la llené de
dolores, soledades,
desamores, inseguridades,
lágrimas.
Y la expuse al viento, a la luna, a la lluvia.

Cada palabra fue destripando al tigre.
Sus vísceras humeantes
fueron incienso
en el altar de mi liberación.
Con su sangre me bañé
hasta quedar desnuda de culpas.
Pasé por encima de su cadáver,
atravesé la puerta prohibida
para los demás
para mí
Y dormí,
con el sueño sereno
de los que ya nada temen.

Diana

lunes, 1 de septiembre de 2008

DOS TIPOS DE PALABRAS


Anoche caminé, por momentos, en la oscuridad. Como es normal hablé poco; tan poco que el primer rayo de sol me sorprendió en silencio, calculando el espacio que nos separaba, convencido de que no había muchas cosas, tan sutiles y majestuosas, como un amanecer compartido en la distancia de dos cuerpos que, a pesar de estar próximos, se mantenían fieles a su soledad. Mi presencia se fue convirtiendo, de a poco, en una elipsis, e incapaz de abandonar mis pensamientos, comencé a soñar con la llegada de alguien capaz de sacudirme y conectarme, nuevamente, con las palabras que callo, con mis miedos, con las cosas que niego rotundamente; conmigo mismo y con la posibilidad de que todo un mundo racional pueda derrumbarse ante la sencillez de una mirada.
Con la llegada del alba, sucumbió el último intento de lidiar con un silencio negado a claudicar. Me despedí delatado por mis gestos. Descubierto por sus ojos que sabían que yo sólo tengo dos tipos de palabras: las que me abandonan y las que callo ante la inminencia del final.

Tomás García Calderón

LA ESPERANZA DEL MANCEBO



El día que decidí escapar, del lugar donde todo comenzó, visité la casa de los corredores. Pueril e infame, necesitaba dar y recibir mentiras; falacias como las que decoraban todo. Saciarme, por última vez, de las superficialidades ajenas, de las soledades y los gritos reprimidos con garrote y soberbia. Con normalidad tomé agua, y por cortesía conversé con quien no me provocaba, porque convocados también estaban: la traición y la amistad. Uno a uno se consumieron los minutos que tardó la niña de la casa en terminar su tarea. No pudimos evitar mofarnos. No quisimos. Con gracia nos diluimos entre la incomoda diplomacia y espetamos cada una de sus carencias. Su destino miserable estaba claro. Fue entonces cuando destelló el sonido que aniquiló la noche y la niña, que nunca lloraba, nos envolvió en su historia, en la aridez de sus pupilas grises, en su futuro truncado. Los demás corrieron con suerte. Los he visto en los últimos diez noviembres, cada vez que camino de regreso a esa casa, esperando, cual mancebo, que la niña ya sea grande y me pida, con un gesto, que me quede.

Tomás García Calderón