martes, 3 de noviembre de 2009

CADAVER II


Grupo: el de siempre


Ella, deja atrás el abrazo de aquella provincia. Cada aliento, cada mirada, cada caricia lo guarda en la valija. Había llegado el momento de partir; el momento de encontrarse.


Luego de muchas horas, se encuentra allí, de nuevo; completamente desubicada, intentando construir una nueva cotidianeidad que la aleje de aquel verde citadino. Observa la sábila miniatura que está encima de la mesa. Le cuenta que ha visto sábilas enormes, que crecen sin ningún esfuerzo y en cualquier lugar, hasta en los sitios más hostiles. La planta voltea, asienta y dice que por mucho que la mire no va a crecer más, no, allí no.


Luego de preparar el mate, la mujer se levanta y le da la espalda. Camina rápidamente huyendo de ella. No llega a andar ni cinco pasos cuando lo piensa mejor y se devuelve. La agarra con la punta de los dedos, la lleva a la altura de sus labios y dice: “tú lo que eres es un pedazo de frailejón". La coloca en la mesa, pero no puede resistirse a su perfume y, aunque intenta alejarse, sucumbe a su encanto. Vuelve a tomarla. La muerde suavemente. Finalmente la deja en el mueble y se aleja saboreándose los labios.


La mujer mantenía el triste gusto por la sangre; y aunque ninguna le producía tanto placer y vigor como la humana, se había privado de ella por no soportar la culpa que le acompañaba luego de robar el aliento de su manjar.


Se vuelve a contemplarla, lleva sus dedos a los labios aún impregnados del vital néctar y contemplándolos se consuela pensando que había sido sólo "un sorbo" y que ella prácticamente se había entregado. De pronto, recuerda a todos los que decidieron igual. Tan sólo una herida, tan sólo consecuencias, tan sólo líquidos bajando por aquel verde hasta la ciudad.


Ahora todo fluye con la misma rapidez de los tragos de esa noche, como un regalo: una prorroga efímera de su juventud prescrita, durante la cual se embriaga del cuerpo mancebo que ahora yace a su lado, insoslayable, como un recuerdo perenne de los azotes del tiempo, que algunas noches le castigan, y otras, como esa noche, le premian.



Participantes (por orden de aparición):

Beira Díaz., María José, Patricia Carvallo, Lupe Núñez, Adriana Medina, Marisabel González, Tomás García

Edición


martes, 13 de octubre de 2009

La caja


“Una caja abierta es una posibilidad.
Una caja cerrada, una expectativa.”


Una caja puede contener desde un arma letal hasta el regalo más sutil; puede cambiarte el día o la vida; puede salvarte o llevarte al borde del abismo. En ella puedes acopiar momentos (buenos y malos), miradas, voces, recuerdos, y todo a cuanto necesitarás acudir si pierdes el equilibrio.
Te regalo una caja porque no te puedo regalar el mundo; porque es imposible que esté a tu lado en cada momento de duda o de angustia; porque me llevó años descubrir que cuando estoy triste lo único que me anima es abrir mi caja y mirar tu foto, mis entradas a conciertos y la caligrafía de mamá en esa vieja tarjeta. Te regalo una caja porque es como regalarte una formula (la que me funciona a mí) para que en tu vida la tristeza sea siempre pasajera. Esa caja está llena sólo para que la vacíes y las vuelvas a llenar a tu manera.

Extracto de: Tarjeta de cumpleaños

Tomás García Calderón

viernes, 9 de octubre de 2009

Frau-Hertas venezolanas reciben Nobel de Literatura


Caracas.- Con mucha sorpresa y alegría, el mundo ha recibido la noticia de las cuatro Frau-Hertas venezolanas que en la madrugada de ayer fueron reconocidas con el máximo galardón de la literatura mundial.

Ellas son Frau Mary, Frau Dianísima, Frau Adri y Frau Beirita, todas egresadas de la Escuela de Filología de la Jodedera de la UNIMET y ampliamente conocidas en el mundo literario venezolano por sus grandiosas contribuciones a la tesis "cómo sobrevivir echando vaina en pleno comunismo mesmo".

En la foto, al momento de recibir el merecido premio.

PD: Lo sentimos mucho Pedrito, Robert, Tommy, Chepo y Gustavo.


Marisabel González

viernes, 2 de octubre de 2009

I Cadáver Exquisito


No entendí lo que dijo Adalberto antes de salir (en realidad no le estaba prestando atención). Sólo sé que dejó su sabor amargo en mí y ese olor a perfume barato y sudor en toda la habitación. Sonreí en el espejo, antes de lavarme la cara, y luego cambié las sábanas mientras repasaba lo que ocurriría cuando llegara Román. No tenía sentido hacerlo: Román era tan impredecible como un adolescente. Decidí olvidarme de él y preparar café.

El aroma y el sabor del café fueron calmando el desagrado y la miseria de culpa que la compañía de Adalberto me había puesto. Calmada, paladeaba el brebaje, disfrutándolo cual si recibiera el beso de amor que toda mujer espera.

Un portazo me sacó del limbo en el que me hallaba. Sin embargo, no me moví. Esperé con los codos sobre la mesa, la taza humeante al borde de los labios, sin tocarla, a que Román apareciera. Asomó la cabeza por la puerta. No parecía sorprendido de verme despierta. Tampoco pronunció palabra. Su mirada de indiferencia me hizo pensar que cualquier explicación era innecesaria. Pero me equivoqué, aunque eso lo sabría demasiado tarde.

Todavía hay cosas que se esperan del otro: una señal, un consuelo, tres excusas balbuceadas con la mirada fija en el linóleo de la cocina, una confesión, que en mi caso siempre anhelo que sea de amor. Fundamentalmente, de amor.

Román pasó de largo, sin decir nada. Como diría mi madre, no importa cuánto anheles, lo más probable es que la realidad te abra los ojos de la manera más cruel de todas. Me sentí como si estuviera parada al borde del abismo. Viendo la taza de café, sin probar, entendí. Para él siempre fuí sólo un intenso deseo, sólo eso. Tan efímero como el humo. Tan moribundo. Y no pude ver que con esa pregunta lo estaba arriesgando todo. ¿Qué me pasó, por qué lo hice? Si para mí la pasión tampoco necesita trascendencia, sino champán y sábanas de seda.

De pronto, me vi rodeada por los brazos de Román. Su lengua se incrustaba en mis oídos, mientras me pedía volver a cambiar las sábanas. Intenté hablarle; su fuerza impuso mi silencio.

Sólo quedó el sudor, el café, el olor enajenado.

No entendí las palabras de Román antes de irse. No tenía sentido hacerlo: era tan impredecible como un adolescente.

Septiembre, 2009

Participantes (por orden de aparición):

Tomás García, Diana Rodríguez, Adriana Medina, Patricia Carvallo, Gioconda Escobar, Lupe Núñez, Marisabel González, Beira Díaz.





sábado, 4 de julio de 2009

CAFÉ



Un minuto más y me iré.

Sólo quiero un café negro, marrón, verde, azul; ya ni sé. Sobre mi mesa, el libro que encontré abandonado en aquella plaza con las hojas resfriadas. La espera lo inquieta. Anhela sentir el café, embriagarse de su olor.

El mesero camina de un lado a otro. Por poco tropieza mi silla. Sé que en cualquier momento lo hará. La tropezará y luego ofrecerá una disculpa con simpleza. Lo observo atentamente, pero el estornudo del libro me distrae. Me vuelvo hacia éste y acaricio sus páginas. En voz baja me pide escuchar su historia. Me niego.

Mis ojos írritos, buscan al mesero. A lo lejos, lo encuentran. Escucho murmullos; de nuevo el libro con su historia. Empieza a escupir relatos mientras maldice a la plaza.

No quiero seguir escuchando, sólo cuando llegue el café. Arrojo gotas de agua entre sus capítulos y logro que se calle. De pronto recuerdo el color; no es negro, ni marrón, ni verde, ni azul.

Ahora sí lo pediré, pero el mesero está lejos, lejos de mi silla.

Un minuto más y me iré.

Beira Díaz

martes, 23 de junio de 2009

PEQUEÑOS PAQUIDERMOS DEL ESTE


Toda la calle estaba mojada cuando llegamos a ese punto de la conversación. Yo me perdí un instante viendo el agua que corría por la cuneta y se me ocurrió que por allí podría navegar Noé con sus animales fornicantes o bajar el barro (otra vez todo ese barro), la mierda y las piedras de Vargas; de lo que era Vargas. Y no sé por qué, pero a mi me pasa que cuando trato de no pensar en algo termino pensándolo más, como en esa niña de Cotiza que por más que aprieto los ojos no se me sale de la cabeza; o en la lluvia, que de sólo escucharla me recuerda aquél olor a humedad que se quedó por semanas en mi casa, como un epitafio maldito, como si no hubiera sido suficiente con ver y oír a la muerte surgiendo de la tierra y fuera necesario olerla para poder seguir. Me puse triste y preferí callar. No tenía ganas de hablar y además sabía que los silencios al teléfono le molestaban. Pasó un rato (para mi, insignificante; para ella, eterno) y de sólo saberla molesta se me espantó un poco la tristeza y comencé a pensar en cosas buenas, como esta mañana, cuando desperté y pude recordar lo que soñé. Claro que el sueño no fue algo que la gente consideraría, precisamente, bueno; lo bueno, como ya dije, sólo fue poder recordarlo, recrearlo como si bastara apretar un botón para que volvieran a aparecer las escenas nítidas cargadas de realidad alterada, de ese tanto de surrealismo que tienen los sueños con elefantes. Sí, anoche soñé con elefantes; pequeños paquidermos del este que hablaban su propio idioma y se reían de mí (de mi estupidez humana) sin saber que podía entenderlos, porque yo no era sólo yo, o quizás sí era yo, pero distinto, como herido por el peso de algo que nunca debí saber, que no pedí, que escuché en octubre (o en noviembre) en una conversación y que no sabía para que me serviría hasta que soñé con elefantes. Uno de ellos me atacó y para salvar la vida (que no se quiere perder ni en sueños) tuve que esquivar, varias veces, sus colmillos de marfil, que no eran tales; que sólo eran una mentira impune que albergaba la felicidad de lo encubierto. En ese momento desperté sobresaltado y sonreí: para mí si era un buen sueño. Ella no lo hubiera comprendido. Ella seguía al teléfono, exigiendo una explicación, preguntando por qué no le escribía; por qué no la llamaba más a menudo y qué si ya no me importaba; y la verdad es que las preguntas estaban muy bien hechas, pero no tenía respuestas. Claro que hubiera podido inventar alguna o robarme un recuerdo viejo, maquillarlo y escupirlo como una mentira nueva, pero eso seguiría sin ser una respuesta. Así que colgué el teléfono y volví a pensar en aquella niña de Cotiza que soñaba con conocer a los elefantes, a los pequeños paquidermos del este que ahora me llaman mientras llueve, que me hostigan con sus mentiras y me miran con sus ojos profundos, y yo apenas alcanzo a sonreírles, a saludarlos con la mano esperando que no descubran cuanto les temo.


Tomás García Calderón

miércoles, 27 de mayo de 2009

PENSÁNDOLO BIEN

Hola amiga, ¿cómo andas? Disculpa el abandono, pero ya sabes como ando siempre entre el trabajo y la casa. Ya no tengo tiempo ni de leer, así que imagínate. Chica, lo que necesito es ganarme el Kino para no tener que madrugar todos los días y dedicarme a lo que me gusta hacer.

Debe ser rico ganarse el Kino ¿verdad? No trabajar, porque yo no trabajaría lo que se llama es más nunca, chamita; ayudar a los demás; cambiar el apartamento; tener quien cocine, lave, planche, cachifee pues; terminar de educar a los muchachos, por supuesto, yo mala madre jamás; comprar casa en la playa; pasarme tres meses en Madrid. ¿Será que es muy pronto para pensar en cirugías? Eso sí, sólo “refrescamiento facial”, querida. No hay nada peor que una vieja con tetas de Barbie y cuando le ves las manos…patético. Lo más importante es guardar platica para pagar el ancianato más caro del mundo. Comprenderás que sin “hijas hembras” como dicen “argunos” no voy a quedar a merced de cualquier hermanastra de la Cenicienta que le toque a uno de mis hijos por consorte. Noooo mi amor, me voy a un ancianato, con mi maridito, eso sí. A exigir que me bañen y me den mi whisky diario que para eso pago caramba.

Si, ganarse el Kino deber ser riquísimo, ¿cierto?

Aunque…pensándolo bien…cuando uno no trabaja se pone gorda y chancletúa. Es que la casa te acaba, manita. Ayudar a los demás, con la cantidad de desagradecidos que hay, terminan de enemigos tuyos. Si te pones a ver ¿para qué quiero una casa nueva llena de cachifas?…no quiero ni pensar en eso, antes de Carmen, me dejaron sin una prenda de oro, nada amiga, ni un piche zarcillito, ¿tú has visto, chica?, No mija, yo como que me las sigo arreglando con mi Carmen que es más fiel que la capa del Zorro. Ay pero la casa en la playa, yo sueño con eso…Lástima lo de nueva ley esa de la propiedad privada, ¿y si me la expropian, invaden, confiscan, si me la roban pues? Me quedaría el viaje a Madrid pero debo ser loca si creo que 2.500 dólares, si me los dan, me van alcanzar para tres meses en España. Por lo demás le tengo terror a la anestesia y me guindaré de todos los santos, para que me toque por lo menos una buena nuera o Diosito me lleve antes de ponerme a depender de la caridad ajena.

Qué va amiga, demasiados rollos esa plata, debe ser por eso que yo no compro Kino.
Diana Rodríguez

KINO


Caminaba por despejarme; pa’ sentirme relajado,
las deudas me traían loco, me tenían atormentao:
el rancho, que si el pasaje, la escuela de mi muchacho;
obligaciones y gastos
gritaban por todos lados:
la luz, el celularcito, el gas y el mismo mercado.

Viendo sin mirar mucho, justo en el kiosco de al lado,

un Kino como quien dice, me tenía el diente pelao:
la edad que tiene Carlitos, la edad que tiene Julián,
el día de mi cumpleaños, el cumple de mi mamá,
el día en que nos casamos, el día que me sentí mal,
la casa que queda al lado, los perros de mi papá,
los pasos de desde mi casa, las hijas de Don Hernán;
el número de la cuadra, los postes de aquí hasta allá;
las viejas que están al frente, los recibos por pagar,
los cauchos que tiene un carro…
- ¿Por qué no lo vo´a comprar?

Y así le aposté mi plata a la tabla de salvación;
este Kino si no pierde, este Kino es ganador…
y empecé a echarle cabeza a qué haría con mi montón:
- Con este bojote e'plata me compro otro pantalón;
le compro una casa a Juana y un bonito camisón;
meto un pocote al banco pa'que Carlos sea doctor;
también me compraré un carro,
no, mejor compro un camión;
lo pongo a cargar arena y le doy trabajo a León.

Y en ese sueña que sueña, vino un maldito ladrón,
me quitó unos cuatro fuertes, mi sombrero y un reloj
y aunque quise taponearlo; hasta el Kino me quitó,
se llevó mi pantalón nuevo, de Juana su camisón,
la casa que yo quería, y dejó desempleado a León…

Menos mal que el condenao Kino ni de vaina se acercó,
de eso hacen dieciocho años, y vengo a recordarlo hoy;
hoy que ando apuraíto; con un nuevo pantalón;
Juana carga vestido nuevo; vamos pa’la graduación,
porque el Kino no hizo falta; porque le echamos pichón;
vamos corriendo a la Magna,
hoy mi Carlos es doctor.

Adriana Medina

sábado, 23 de mayo de 2009

RESULTADOS


Encontré la solución.

Escondido, empecé a trabajar empaquetando la comida. Muchas veces, imaginaba que era yo el que entraba al supermercado y seleccionaba los productos: chucherías, harina, margarina, arroz, espagueti, salsa, ¿ya dije chuchería?, lechuga, tomate, zanahoria, cebolla, pimentón, y todas esas cosas fastidiosas que constantemente quiere comprar mamá. Iría hasta la caja, me daban la factura, pagaba y le agradecía al niño que me entregaba las bolsas, con una muy buena propina. Sería sencillo.

Todos los días, llegaba a casa en la noche, un poco antes que mamá. Me bañaba, preparaba la comida y ordenaba mis cuadernos para las clases del día siguiente. Ella llegaba lanzando su cartera al mueble, soltaba una frase en forma de saludo e iba a su cuarto. Yo esperaba a que saliera para mostrarle la comida, abrazarla y escuchar las maldades que su jefe le hacía, no entendía por qué no estaba preso, si era tan fastidioso. Luego, me iba a su cama con un cuento, le pedía que me lo leyera, ella decía que tenía que trabajar, entonces yo se lo leía mientras la observaba dormirse, profundo. Le daba un besito y me iba a mi cuarto. Al día siguiente, lo mismo.

Un día, al salir del colegio, corrí hacia el kiosco de la esquina y, finalmente, lo compré. Toda la semana estuve esperando los resultados, estaba seguro que ganaría, no sé porqué. Por fin llegó el día; una bolita, otra, cinco números, diez, doce, catorce, no aguantaba la alegría, un número, tan sólo un número y mamá sería feliz, ¡ lo logré!. Empecé a saltar, a gritar, mamá me regañaba mientras yo le explicaba, examinó el papel, corroboró los números y empezó a besarme, a cargarme, nombraba a su jefe una y otra vez, gritaba, no paraba de reír. Esa noche me leyó tres cuentos, dormimos abrazados, como nunca, como siempre lo soñé.

Ahora, tan sólo la recuerdo. La recuerdo entre los cuentos que me lee mi abuela. También la imagino bella, radiante, regalando sonrisas europeas.

El kiosco de la esquina, años transcurridos, y yo con otro papel de lotería en mis manos, esperando, algún día, encontrar los resultados.

Beira Díaz

sábado, 25 de abril de 2009

Palabra imposible


Desde ese día
cada vez
que me muerde
la nostalgia
de la palabra,
sólo encuentro
el muro espeso,
el pozo árido,
el vacío.

Sólo el silencio,
sólo el tormento
y el desamparo
de los que ya no tienen
nada que decir.
Diana Rodríguez

VENTANA



Cuando abrí la ventana del cuarto, observé sorprendida, debajo de ella, el mar.
Por un momento no supe en dónde estaba. Mi mente confundida pedía descansar. Poco a poco, los recuerdos me invadieron y deseé no haber despertado.
No era una pesadilla, ni una película. Se trataba de mí y del tiempo futuro ahogado en el pretérito.
Esa ventana, ese cuarto, recordaban lo que pasó; por eso rompí los vidrios, destrocé las almohadas, los cuadros, las cortinas, rayé las paredes. Luego fui a escupir el mar. Grité y le dije que me llevara, pero sus aguas calmadas se negaron. Me senté en la arena. El sol huyó de pronto y la brisa hizo presencia. Acostada en forma fetal, abracé una roca y quise dejar en ella las lágrimas, pero no lo logré. Brotaban, se unían con el agua y, en un instante, me vi flotando sobre ellas.
El rumor de las palmeras y el rugir del cielo avisaban la llegada de la lluvia. Abrí mis brazos, esperé en silencio. Abrí los ojos, los cerré. Esperé en silencio de nuevo. Volví a abrirlos pero la lluvia no llegó.
Entré a la casa. El televisor prometía ser un buen distractor, sin embargo, la compañía de cable se confabuló para presentar en su programación “películas de amor”. Entendí que debía hacer algo. Ubiqué los canales de noticias, tal vez algún titular como “mujer desesperada se suicida” me calmaría. Sin embargo, “Medidas para contrarrestar el terrorismo en Cali”, “El Calentamiento Global y su efecto devastador”, entre algunas otras informaciones, fueron desarrolladas en el noticiario, como si éstas fuesen realmente importantes. Culminó el programa y el internacionalista se despidió. Me ilusionaba pensar que se había llevado todos los problemas mundiales, incluidos los míos, con él.
Luego de haber escuchado tantos sucesos, decidí afrontar los míos. Apagué el televisor y me atreví a enfrentar lo ocurrido. Me reí. Luego percaté la subversión que había organizado mi estómago con consignas y demás. Dejé el sofá, abrí la nevera; el pan y el queso me sonrieron. Los tomé y caminé hacia la ventana ahora sin vidrios. La abrí y observé complacida, debajo de ella, el mar.


Beira Díaz

martes, 21 de abril de 2009

TIEMPO


Allí, en la grama oscura.


Ella encima de él, moviéndose al ritmo de los tambores. Se recoge el cabello y lo mantiene arriba con ambas manos. El sudor cae por su cuerpo.


Abajo él, con piel oscura y manos fuertes. Esta vez, sintiéndose dominado. La toma por las caderas siguiendo el pulso, cada vez más acelerado, de los sonidos. Observa sus mamas blancas, engrandecidas a cada instante, y su mirada embriagada exigiendo polución. Se siente enardecido, como nunca. Piensa, intenta no hacerlo. Se detiene y le pide tiempo.


Ella continua, él la para con fuerza.


- Tú no, otra vez no- dice ella.


Se escucha un grito confundido entre los tambores. La navaja se hace parte de su órgano.

Ahora él disfruta, eternamente, del tiempo.

Beira Díaz

viernes, 17 de abril de 2009

REENCUENTROS


La mañana se despide con un vaho de calor y yo todavía me encuentro en el umbral de dos mundos, en el tiempo enrarecido que transcurre entre los sueños que no recuerdo y mi cama transpirada, estéril, solitaria. Sé que es el fin, que me tengo que levantar, pero las primeras fuerzas del día las invierto en no abrir los ojos, en seguir durmiendo aunque no pueda más. En ese breve instante, convertido casi en un ritual, sólo aspiro seguir una pista o hacerme de una imagen que me convenza de que era él quien estaba allí, conmigo, en ese otro mundo que, por más que lo intento, no se vuelve realidad. Nunca ocurre. Nunca lo encuentro y al final la verdad me derrota: sigo sola en la inmensidad de esta habitación que por momentos me parece una cárcel, un calabozo que me hace prisionera del silencio y de estas cuatro paredes que me desean, que me miran mientras me saco de entre las piernas el peluche que me regaló cuando cumplí 17 años, el día que me abrió al mundo de par en par, con dolor, y yo, entre lagrimas y sin saberlo, apagué por primera vez sus fuegos, sus ganas lascivas que hace un año se extinguieron. No quiero pensarlo, lo evito, pero termino aceptando que no puedo. Bajo la mano con lentitud y me toco, primero suave, luego fuerte; mis dedos hacen círculos, hacen líneas, me recorren como pinceles sobre un lienzo y yo siento que mis labios se abren como una boca que espera un beso, así que la evado, la engaño y llevo mis dedos adentro, hasta donde llegan, pero no es lo mismo y me odio por eso. Me levanto y voy al baño, sabiendo que me espera otro enemigo. Miro mí reflejo en el espejo y lo maldigo por sincero, por no mentirme, por decirme que estoy gorda y resaltar su dibujo de colores, su tatuaje en mi cadera. Nunca fue mío: era de su lengua y de su semen, de su morbo y mi obediencia. Me ducho con agua fría, me cubro con jabón y me restriego con fuerza, quiero mudar de piel, borrar los caminos que abrió en mi cuerpo, los olores que sembró y los recuerdos que no se alejan. Luego salgo, voy en su búsqueda como una autómata, como una adicta insaciable, como una idiota que lo encuentra a cada rato, en el rayón de la puerta de mi carro, en el aromatizador, en las canciones de Spinetta, en el kiosco del periódico, en la calle, en la entrada del cementerio, en la grama y en la oscuridad del epitafio que escribí hace un año.


Tomás García Calderón

domingo, 5 de abril de 2009

EL FANTASMA



La oscuridad inundaba el boulevard. Caminé con prisa, rezumante, sin aliento y aferrado a una certeza: no debía estar allí. De vez en cuando, en la calle se colaba alguna luz tenue, asustada, pero suficiente para reflejar la sombra de los otros, los que caminan sin apuro, sin rumbo, a los que no se les debe mirar a los ojos; por nada del mundo se les debe mirar a los ojos. Lo entendí al instante y nunca lo olvidaré: había cometido mi segundo error. El primero había sido, sin duda, estar allí, en Sabana Grande, a las tres de la mañana. En su mirada no había miedo, ni había nada; nada podía perder. Reaccioné disparando el "tranquilo chamo" de siempre, el salvador, pero no resultó. Él también habló, aunque no le entendí, o quizás sí le entendí pero no todo. Entendí reales, Ipod y celular (¿hacía falta más?). Por un momento no estuve de acuerdo, por un momento pequeñito, por un respiro o un parpadeo o quizás menos. Pero eso sí, justo antes de la puñalada, de la sensación de metal caliente entrando en mi cuerpo sin restricciones, como si buscara mi alma perdida entre la oscuridad de mis entrañas. En ese momento desperté de golpe, jadeante, en mi cama y con el miedo adherido al recuerdo de un fantasma de dientes corrompidos, de sonrisa vil y puñales asesinos. Me dolía la cicatriz, me punzaba como reclamando atención. Toqué los surcos de esa piel extraña y me arropé, dentro de poco llovería a cántaros, y a mi sólo me provocaba volver a dormir.


Tomás García Calderón

miércoles, 1 de abril de 2009

TRATAMIENTO

Luego de mucho tiempo, él le preguntó si lo amaba y ella respondió con un no. Entonces, el hombre tomó sus cosas y se fue de aquella casa de paredes blancas.

Al tiempo, recibió el cheque de liquidación; fueron muchos años de trabajo marital.

Invirtió el dinero en la compra de un apartamento de paredes verdes y en comida para un perro callejero que invitó a ser parte de su hogar.

Todas las noches, ella lo llamaba por teléfono para recordarle tomar sus pastillas. Luego, decidió dejar de hacerlo.

Transcurridos treinta días él decidió llamarla. Ella lo saludó entre dormida y preguntó cómo le iba con las medicinas. Él expresó haber olvidado tomarlas e inmediatamente, colgó.

Fue a la cocina y buscó una jarra con agua.

Se sentó en el sofá junto al perro, y se puso al día con el tratamiento del mes.

Beira Díaz

NAVIDAD



Durante años, lo he intentado.

Cierro los ojos con fuerza, utilizo grandes lentes oscuros, restriego mis párpados, pero, nada da resultado.

Todas las noches, debajo de la cama, le pido a Dios que me permita ser ciego.

La vez pasada, intenté algo nuevo. Esperé la navidad y le dirigí una carta al Niño Jesús con mi petición. La coloqué un poco antes de que él llegara, para que mis padres no pudiesen leerla. Luego, me dormí pensando en lo feliz que sería en cuestión de minutos; el cuerpo de mamá sin marcas y el rostro de mi padre sin color.

Pasaron las horas y, al despertar, sólo sentí algo caliente en mis ojos que me hizo gritar por toda la casa. Imagino que el Niño le encargó a papá darme el regalo.

Fue la ultima vez que vi su rostro. Ahora, sólo lo escucho.

Por eso, espero la próxima Navidad para pedir, esta vez, ser sordo.

Beira Díaz

jueves, 19 de marzo de 2009

YA YO FUI COMO ERES TÚ Y RESULTÓ QUE NO ERA YO SINO OTRO QUE NUNCA ME GUSTÓ


Los mensajes no dejan de llegar por más que los ignoro. Se acumulan mientras me esfuerzo en escucharte, en llevarte el ritmo, y en un momento me doy cuenta que no te escucho, que estoy midiendo el tiempo a través de mi cigarro como si fuera un reloj de arena. Luego dices algo, una palabra que me trae de vuelta y nuevamente te capto: sigues hablando de tu perro y tus vecinas, del mercado y el maldito sofá cama azul, y yo me diluyo entre tantas pendejadas, y no sé por qué pero comienzo a pensar que mientras conversamos, me mientes. Te otorgo el beneficio de la duda y luego te lo quito, como si fuera una deidad pagana. Lo acepto, me mientes y, aunque debería molestarme, me resbala. Sigo perdido y sin buscarme en tu provincia, en tu siglo XIX, en el absurdo de esta conversación de la que ya fue suficiente. Te miento, te adulo y te digo que tengo sueño. Entonces el silencio se hace: breve, suficiente, y en él evitamos el hecho de que cada quien ha fracasado a su manera, con su estilo, que somos dos perdedores que se niegan a renunciar a sus refinados métodos de crónica derrota. Yo sonrío y, de alguna forma que no entiendo, me consuela saber que ya yo fui como eres tú y resultó que no era yo sino otro que nunca me gustó. Y quizás esa es la verdadera razón por la que no renuncio, o quizás la verdad es que tengo miedo de aceptar que aquél otro yo sí me gustaba. Se me espanta el sueño que no tengo. Te llamo y te remato: te digo que ya sé adonde lleva tu camino, que ya estuve allí y no regreso. Tú callas y yo sigo, te hostigo y me aseguro de que termines de creer que no te quiero.


Tomás García Calderón

martes, 17 de febrero de 2009

El cadaver


Después de tres años, con varias separaciones inefectivas a cuestas e incontables conatos de ruptura, mi vida se redujo a una perenne coartada, a un cúmulo de estrategias y excusas para no estar con ella. Era el fin, el definitivo. Lo sabíamos ambos, pero ella no decía nada y yo no quería lastimarla manejando la situación con torpeza, así que comencé a buscar una buena razón para guillotinarla; para responsabilizarla, diplomáticamente, de haber jodido todo y así escurrirme una culpa que en parte era mía, pero no quería aceptar. El problema fue que no encontré nada, ni siquiera un indicio decente de infidelidad (de ella, obviamente) que me permitiera culparla de aquel desastre en que se había convertido lo nuestro. La dificultad radicaba en que, durante esos tres interminables años, ella se las había arreglado para darme los créditos de todas las cosas buenas que habíamos vivido, por insignificantes que fueran, y de achacarse, la mayoría de las veces con exageración, todo lo desafortunado. Por eso se había creado una especie de ficción de desequilibrio según la cual yo representaba al brioso conductor de la relación y ella, la minusválida pasajera. Ese era el obstáculo. Por eso no encontraba nada para señalarla y hacerla cargar con el cadáver de nuestro noviazgo.


Extracto de "La minusvalida pasajera"


Tomás García Calderón