sábado, 25 de abril de 2009

Palabra imposible


Desde ese día
cada vez
que me muerde
la nostalgia
de la palabra,
sólo encuentro
el muro espeso,
el pozo árido,
el vacío.

Sólo el silencio,
sólo el tormento
y el desamparo
de los que ya no tienen
nada que decir.
Diana Rodríguez

VENTANA



Cuando abrí la ventana del cuarto, observé sorprendida, debajo de ella, el mar.
Por un momento no supe en dónde estaba. Mi mente confundida pedía descansar. Poco a poco, los recuerdos me invadieron y deseé no haber despertado.
No era una pesadilla, ni una película. Se trataba de mí y del tiempo futuro ahogado en el pretérito.
Esa ventana, ese cuarto, recordaban lo que pasó; por eso rompí los vidrios, destrocé las almohadas, los cuadros, las cortinas, rayé las paredes. Luego fui a escupir el mar. Grité y le dije que me llevara, pero sus aguas calmadas se negaron. Me senté en la arena. El sol huyó de pronto y la brisa hizo presencia. Acostada en forma fetal, abracé una roca y quise dejar en ella las lágrimas, pero no lo logré. Brotaban, se unían con el agua y, en un instante, me vi flotando sobre ellas.
El rumor de las palmeras y el rugir del cielo avisaban la llegada de la lluvia. Abrí mis brazos, esperé en silencio. Abrí los ojos, los cerré. Esperé en silencio de nuevo. Volví a abrirlos pero la lluvia no llegó.
Entré a la casa. El televisor prometía ser un buen distractor, sin embargo, la compañía de cable se confabuló para presentar en su programación “películas de amor”. Entendí que debía hacer algo. Ubiqué los canales de noticias, tal vez algún titular como “mujer desesperada se suicida” me calmaría. Sin embargo, “Medidas para contrarrestar el terrorismo en Cali”, “El Calentamiento Global y su efecto devastador”, entre algunas otras informaciones, fueron desarrolladas en el noticiario, como si éstas fuesen realmente importantes. Culminó el programa y el internacionalista se despidió. Me ilusionaba pensar que se había llevado todos los problemas mundiales, incluidos los míos, con él.
Luego de haber escuchado tantos sucesos, decidí afrontar los míos. Apagué el televisor y me atreví a enfrentar lo ocurrido. Me reí. Luego percaté la subversión que había organizado mi estómago con consignas y demás. Dejé el sofá, abrí la nevera; el pan y el queso me sonrieron. Los tomé y caminé hacia la ventana ahora sin vidrios. La abrí y observé complacida, debajo de ella, el mar.


Beira Díaz

martes, 21 de abril de 2009

TIEMPO


Allí, en la grama oscura.


Ella encima de él, moviéndose al ritmo de los tambores. Se recoge el cabello y lo mantiene arriba con ambas manos. El sudor cae por su cuerpo.


Abajo él, con piel oscura y manos fuertes. Esta vez, sintiéndose dominado. La toma por las caderas siguiendo el pulso, cada vez más acelerado, de los sonidos. Observa sus mamas blancas, engrandecidas a cada instante, y su mirada embriagada exigiendo polución. Se siente enardecido, como nunca. Piensa, intenta no hacerlo. Se detiene y le pide tiempo.


Ella continua, él la para con fuerza.


- Tú no, otra vez no- dice ella.


Se escucha un grito confundido entre los tambores. La navaja se hace parte de su órgano.

Ahora él disfruta, eternamente, del tiempo.

Beira Díaz

viernes, 17 de abril de 2009

REENCUENTROS


La mañana se despide con un vaho de calor y yo todavía me encuentro en el umbral de dos mundos, en el tiempo enrarecido que transcurre entre los sueños que no recuerdo y mi cama transpirada, estéril, solitaria. Sé que es el fin, que me tengo que levantar, pero las primeras fuerzas del día las invierto en no abrir los ojos, en seguir durmiendo aunque no pueda más. En ese breve instante, convertido casi en un ritual, sólo aspiro seguir una pista o hacerme de una imagen que me convenza de que era él quien estaba allí, conmigo, en ese otro mundo que, por más que lo intento, no se vuelve realidad. Nunca ocurre. Nunca lo encuentro y al final la verdad me derrota: sigo sola en la inmensidad de esta habitación que por momentos me parece una cárcel, un calabozo que me hace prisionera del silencio y de estas cuatro paredes que me desean, que me miran mientras me saco de entre las piernas el peluche que me regaló cuando cumplí 17 años, el día que me abrió al mundo de par en par, con dolor, y yo, entre lagrimas y sin saberlo, apagué por primera vez sus fuegos, sus ganas lascivas que hace un año se extinguieron. No quiero pensarlo, lo evito, pero termino aceptando que no puedo. Bajo la mano con lentitud y me toco, primero suave, luego fuerte; mis dedos hacen círculos, hacen líneas, me recorren como pinceles sobre un lienzo y yo siento que mis labios se abren como una boca que espera un beso, así que la evado, la engaño y llevo mis dedos adentro, hasta donde llegan, pero no es lo mismo y me odio por eso. Me levanto y voy al baño, sabiendo que me espera otro enemigo. Miro mí reflejo en el espejo y lo maldigo por sincero, por no mentirme, por decirme que estoy gorda y resaltar su dibujo de colores, su tatuaje en mi cadera. Nunca fue mío: era de su lengua y de su semen, de su morbo y mi obediencia. Me ducho con agua fría, me cubro con jabón y me restriego con fuerza, quiero mudar de piel, borrar los caminos que abrió en mi cuerpo, los olores que sembró y los recuerdos que no se alejan. Luego salgo, voy en su búsqueda como una autómata, como una adicta insaciable, como una idiota que lo encuentra a cada rato, en el rayón de la puerta de mi carro, en el aromatizador, en las canciones de Spinetta, en el kiosco del periódico, en la calle, en la entrada del cementerio, en la grama y en la oscuridad del epitafio que escribí hace un año.


Tomás García Calderón

domingo, 5 de abril de 2009

EL FANTASMA



La oscuridad inundaba el boulevard. Caminé con prisa, rezumante, sin aliento y aferrado a una certeza: no debía estar allí. De vez en cuando, en la calle se colaba alguna luz tenue, asustada, pero suficiente para reflejar la sombra de los otros, los que caminan sin apuro, sin rumbo, a los que no se les debe mirar a los ojos; por nada del mundo se les debe mirar a los ojos. Lo entendí al instante y nunca lo olvidaré: había cometido mi segundo error. El primero había sido, sin duda, estar allí, en Sabana Grande, a las tres de la mañana. En su mirada no había miedo, ni había nada; nada podía perder. Reaccioné disparando el "tranquilo chamo" de siempre, el salvador, pero no resultó. Él también habló, aunque no le entendí, o quizás sí le entendí pero no todo. Entendí reales, Ipod y celular (¿hacía falta más?). Por un momento no estuve de acuerdo, por un momento pequeñito, por un respiro o un parpadeo o quizás menos. Pero eso sí, justo antes de la puñalada, de la sensación de metal caliente entrando en mi cuerpo sin restricciones, como si buscara mi alma perdida entre la oscuridad de mis entrañas. En ese momento desperté de golpe, jadeante, en mi cama y con el miedo adherido al recuerdo de un fantasma de dientes corrompidos, de sonrisa vil y puñales asesinos. Me dolía la cicatriz, me punzaba como reclamando atención. Toqué los surcos de esa piel extraña y me arropé, dentro de poco llovería a cántaros, y a mi sólo me provocaba volver a dormir.


Tomás García Calderón

miércoles, 1 de abril de 2009

TRATAMIENTO

Luego de mucho tiempo, él le preguntó si lo amaba y ella respondió con un no. Entonces, el hombre tomó sus cosas y se fue de aquella casa de paredes blancas.

Al tiempo, recibió el cheque de liquidación; fueron muchos años de trabajo marital.

Invirtió el dinero en la compra de un apartamento de paredes verdes y en comida para un perro callejero que invitó a ser parte de su hogar.

Todas las noches, ella lo llamaba por teléfono para recordarle tomar sus pastillas. Luego, decidió dejar de hacerlo.

Transcurridos treinta días él decidió llamarla. Ella lo saludó entre dormida y preguntó cómo le iba con las medicinas. Él expresó haber olvidado tomarlas e inmediatamente, colgó.

Fue a la cocina y buscó una jarra con agua.

Se sentó en el sofá junto al perro, y se puso al día con el tratamiento del mes.

Beira Díaz

NAVIDAD



Durante años, lo he intentado.

Cierro los ojos con fuerza, utilizo grandes lentes oscuros, restriego mis párpados, pero, nada da resultado.

Todas las noches, debajo de la cama, le pido a Dios que me permita ser ciego.

La vez pasada, intenté algo nuevo. Esperé la navidad y le dirigí una carta al Niño Jesús con mi petición. La coloqué un poco antes de que él llegara, para que mis padres no pudiesen leerla. Luego, me dormí pensando en lo feliz que sería en cuestión de minutos; el cuerpo de mamá sin marcas y el rostro de mi padre sin color.

Pasaron las horas y, al despertar, sólo sentí algo caliente en mis ojos que me hizo gritar por toda la casa. Imagino que el Niño le encargó a papá darme el regalo.

Fue la ultima vez que vi su rostro. Ahora, sólo lo escucho.

Por eso, espero la próxima Navidad para pedir, esta vez, ser sordo.

Beira Díaz