martes, 23 de junio de 2009

PEQUEÑOS PAQUIDERMOS DEL ESTE


Toda la calle estaba mojada cuando llegamos a ese punto de la conversación. Yo me perdí un instante viendo el agua que corría por la cuneta y se me ocurrió que por allí podría navegar Noé con sus animales fornicantes o bajar el barro (otra vez todo ese barro), la mierda y las piedras de Vargas; de lo que era Vargas. Y no sé por qué, pero a mi me pasa que cuando trato de no pensar en algo termino pensándolo más, como en esa niña de Cotiza que por más que aprieto los ojos no se me sale de la cabeza; o en la lluvia, que de sólo escucharla me recuerda aquél olor a humedad que se quedó por semanas en mi casa, como un epitafio maldito, como si no hubiera sido suficiente con ver y oír a la muerte surgiendo de la tierra y fuera necesario olerla para poder seguir. Me puse triste y preferí callar. No tenía ganas de hablar y además sabía que los silencios al teléfono le molestaban. Pasó un rato (para mi, insignificante; para ella, eterno) y de sólo saberla molesta se me espantó un poco la tristeza y comencé a pensar en cosas buenas, como esta mañana, cuando desperté y pude recordar lo que soñé. Claro que el sueño no fue algo que la gente consideraría, precisamente, bueno; lo bueno, como ya dije, sólo fue poder recordarlo, recrearlo como si bastara apretar un botón para que volvieran a aparecer las escenas nítidas cargadas de realidad alterada, de ese tanto de surrealismo que tienen los sueños con elefantes. Sí, anoche soñé con elefantes; pequeños paquidermos del este que hablaban su propio idioma y se reían de mí (de mi estupidez humana) sin saber que podía entenderlos, porque yo no era sólo yo, o quizás sí era yo, pero distinto, como herido por el peso de algo que nunca debí saber, que no pedí, que escuché en octubre (o en noviembre) en una conversación y que no sabía para que me serviría hasta que soñé con elefantes. Uno de ellos me atacó y para salvar la vida (que no se quiere perder ni en sueños) tuve que esquivar, varias veces, sus colmillos de marfil, que no eran tales; que sólo eran una mentira impune que albergaba la felicidad de lo encubierto. En ese momento desperté sobresaltado y sonreí: para mí si era un buen sueño. Ella no lo hubiera comprendido. Ella seguía al teléfono, exigiendo una explicación, preguntando por qué no le escribía; por qué no la llamaba más a menudo y qué si ya no me importaba; y la verdad es que las preguntas estaban muy bien hechas, pero no tenía respuestas. Claro que hubiera podido inventar alguna o robarme un recuerdo viejo, maquillarlo y escupirlo como una mentira nueva, pero eso seguiría sin ser una respuesta. Así que colgué el teléfono y volví a pensar en aquella niña de Cotiza que soñaba con conocer a los elefantes, a los pequeños paquidermos del este que ahora me llaman mientras llueve, que me hostigan con sus mentiras y me miran con sus ojos profundos, y yo apenas alcanzo a sonreírles, a saludarlos con la mano esperando que no descubran cuanto les temo.


Tomás García Calderón