
Los mensajes no dejan de llegar por más que los ignoro. Se acumulan mientras me esfuerzo en escucharte, en llevarte el ritmo, y en un momento me doy cuenta que no te escucho, que estoy midiendo el tiempo a través de mi cigarro como si fuera un reloj de arena. Luego dices algo, una palabra que me trae de vuelta y nuevamente te capto: sigues hablando de tu perro y tus vecinas, del mercado y el maldito sofá cama azul, y yo me diluyo entre tantas pendejadas, y no sé por qué pero comienzo a pensar que mientras conversamos, me mientes. Te otorgo el beneficio de la duda y luego te lo quito, como si fuera una deidad pagana. Lo acepto, me mientes y, aunque debería molestarme, me resbala. Sigo perdido y sin buscarme en tu provincia, en tu siglo XIX, en el absurdo de esta conversación de la que ya fue suficiente. Te miento, te adulo y te digo que tengo sueño. Entonces el silencio se hace: breve, suficiente, y en él evitamos el hecho de que cada quien ha fracasado a su manera, con su estilo, que somos dos perdedores que se niegan a renunciar a sus refinados métodos de crónica derrota. Yo sonrío y, de alguna forma que no entiendo, me consuela saber que ya yo fui como eres tú y resultó que no era yo sino otro que nunca me gustó. Y quizás esa es la verdadera razón por la que no renuncio, o quizás la verdad es que tengo miedo de aceptar que aquél otro yo sí me gustaba. Se me espanta el sueño que no tengo. Te llamo y te remato: te digo que ya sé adonde lleva tu camino, que ya estuve allí y no regreso. Tú callas y yo sigo, te hostigo y me aseguro de que termines de creer que no te quiero.
Tomás García Calderón